CATOLICISMO ROMANO 
Y LAS LLAVES DE PEDRO

 

2ª Parte

Me he preguntado algunas veces en relación con este tema, acerca del concepto de santidad que el Apóstol Pablo imprime en sus cartas cuando dirigiéndose a los creyentes de las Iglesias de aquella época, lo hacía empleando el término de santos.

Entonces no se empleaba la burocracia que el Papado, sobretodo en estos últimos tiempos ha utilizado para “santificar” o “beatificar” a aquellos a quienes por haber llevado una vida ejemplar, humanamente hablando, o por otras causas, se hicieron dignos de pertenecer al santoral católico. Esto que hemos dicho de Pablo podemos comprobarlo en 1° y 2° a los Corintios, Efesios y Filipenses en los capítulos 1 y versículos 1, así como en Colosenses capítulo 1 versículo 2. 

Y si en aquella época era tal como lo expresa en sus cartas el Apóstol Pablo, ¿Por qué se estableció y se mantiene actualmente esa diferencia entre creyentes y santos? ¿Es que acaso aquellos primeros creyentes de la era apostólica no fueron santificados y justificados por Dios mismo, cuando lo mismo que ahora creyeron en su hijo Jesucristo, fueron bautizados y por consiguiente justificados tal como lo dice la Escritura?.

 ¿Es que no precisaban entonces, como ahora ocurre, de la desfasada confirmación de un “representante” terrenal? ¿Acaso Pablo no escribe inspiradamente? Y si creemos en su inspiración, ¿Por qué hemos de modificar términos que utiliza en sus cartas, que por supuesto no deben dar lugar a ninguna duda?

Esto, considerado así ,¿no vendría a significar que Pablo cuando escribía se tomó atribuciones, que no les habían sido dadas? ¿O es acaso que, el tiempo, que todo lo modifica según lo tenemos entendido, también modifica la clarísima palabra de Dios, transmitida a nosotros a través de la inspiración de un Apóstol, cuando hasta ahora, la hemos tenido por inalterada e inalterable?. 

 Debemos sentar una premisa según la cual, toda idea o germen doctrinal precisa en su crecimiento inicial de unas condiciones favorables que permitan su ulterior desarrollo.

 La Institución Católico-Romana, tal como se conoció y desarrolló a partir del año 313, fecha en que como todos sabemos se promulgó el famoso Edicto constantiniano de tolerancia, no había tenido condicionantes favorables antes de esta fecha, que le permitieran crecer como Estado soberano e independiente.

A partir de entonces prosperó su naturaleza institucional organizada, pero dependiendo ésta de la tutela política y económica del Emperador Constantino quién, según consta en documentos históricos de la época, le hizo muchas donaciones, (5) aún cuando no tan generosas como la Iglesia pretendió dar a conocer a través de las Falsas Decretales isidorianas y otros documentos que los investigadores han demostrado ser igualmente falsos, respecto de los cuales, el teólogo evangélico José Grau, en el Libro Catolicismo Romano, nos comenta lo siguiente:

 “La sede de Roma estaba ocupada por Nicolás I (858-867), un Papa que excedía a todos sus predecesores en cuanto a la audacia de sus designios, cuando las Falsas Decretales empezaron a ser ampliamente conocidas.

Favorecido por el desmoronamiento del Imperio de Carlomagno, se enfrentó tanto con Oriente como con Occidente con la firme resolución de presionar hasta el máximo todas las pretensiones de cada uno de sus predecesores, llevando la supremacía romana al punto de hacer de ella una monarquía absoluta.

Mediante la tergiversación audaz, pero poco natural, de una sola palabra en contra del sentido de todo un código, se las arregló para hacer decir a un canon de un Concilio General, (que excluía toda apelación a Roma) que todo el Clero de Oriente y Occidente tenía derecho a apelar a Roma, haciendo al Papa Juez supremo de todos los Obispos y clero de todo el mundo.    

Escribió en este sentido al Emperador de Oriente, al rey franco Carlomagno y a todos los Obispos francos.

Pero no era fácil engañar a los orientales, quiénes con hombres de visión tan aguda como Focio, comprendieron que la composición de todos estos arreglos se había fraguado en Roma, a expensas de los nombres de Silvestre y Sixto, arreglos que fueron usados durante siglos y que le valieron a la Iglesia romana el reproche, a menudo alegado por los griegos, de ser el hogar nativo de las invenciones y falsificaciones de documentos.

Poco después, habiendo aceptado el material falsificado en el taller isidoriano (alrededor del año 836 ó 864), Nicolás disipó las dudas de los Obispos francos asegurándoles que la Iglesia romana había preservado todos esos documentos durante mucho tiempo, y con gran honor, en sus archivos, afirmando, además, que cada escrito de un Papa, incluso si no formaba parte de la colección Dionisiana de cánones, obligaba a toda la Iglesia.

En un Sínodo en Roma en 863, anatematizó, por consiguiente, a todos los que rehusaron recibir la enseñanza o las ordenanzas de un Papa. Si, por consiguiente, todas las afirmaciones papales eran ley para la Iglesia entera, y todos los decretos de los Concilios dependían del “visto bueno” de los Papas –como aseguró Nicolás apoyado en la falsificación isidoriana– quedaba entonces solo un paso más a dar para la promulgación de la infalibilidad papal, aunque esto fue aplazado por mucho tiempo.

Se consideraba suficiente repetir una y otra vez que la Iglesia romana conserva la fe pura y está libre de toda mácula”.

Tres siglos de persecuciones desde sus comienzos, no habían sido suficientes para acabar con un cristianismo cuya doctrina, partiendo de Jerusalén, se había ido expandiendo por el vasto Imperio romano, infiltrándose entre los recovecos del poder civil para alcanzar las escalas más altas de aquella sociedad pagana y descaradamente materializada.

El Edicto de Milán, frente al pretendido sentido triunfalista y de emancipación que el Catolicismo Romano ha querido imprimirle, representa (y la Historia lo ha confirmado) el maridaje entre la Iglesia (no de Cristo) y el Poder terrenal.

Las riquezas, los halagos y el omnímodo poder que para el Catolicismo jerarquizado se derivó, suponen el mayor revés sufrido por el genuino Cristianismo de todos los tiempos, aunque lógicamente hemos de admitir sinceramente que existen voces discrepantes que opinan todo lo contrario.

Dos fechas se establecen como límites de una época que podemos considerar constituyentes de las bases sobre las cuales se estructuran los principios doctrinales y jerárquicos del Catolicismo Romano.

Es decir, la época que media entre el Edicto de Milán que ya hemos mencionado, promulgado por el Emperador Constantino en el año 313, y el año 691, fecha en que se celebró el IV Concilio de Constantinopla (6º de los llamados Ecuménicos), bajo la presidencia y protección del Emperador bizantino Justiniano II. Este Concilio  ha sido denominado por distintos autores Sínodo Trullano por su punto de encuentro en el trullum (cúpula) del palacio del emperador.

En este último año, se cierran las grandes cuestiones cristológicas, que durante el período indicado surgieron como movimientos heterodoxos impulsados por corrientes filosóficas imperantes en aquella época, tales como la de los maniqueos, montanistas, monarquianos, arrianos, apolinaristas, monofisitas, monotelistas, etc. y se consolida a la vez, aunque no por mucho tiempo, la unión entre Oriente y Occidente.

La Historia nos relata el suceso de esta consolidación, afirmando por boca de Agatón, que los 174 Prelados que habían tomado parte en la última sesión del citado Concilio, “reconocieron solemnemente la Autoridad suprema de la silla de Roma”; pero 373 años más tarde, concretamente en el año 1.054, un cisma provocaría la separación definitiva de las Iglesias de Roma y Constantinopla.

 Fueron cerca de cuatro siglos (313/691) durante los cuales la sede romana al igual que la oriental (cuyo primer asentamiento estuvo en Constantinopla) fue gobernada por Obispos que de forma genérica se denominaban Papas; a finales del siglo IV este apelativo empezó a ser aplicado al Obispo de Roma solamente, pretendiéndose con ello darle un carácter universal que nunca había tenido hasta entonces.

La Iglesia romana nos dice que San Cipriano fue la columna de la Iglesia de su tiempo (pero no figura como Papa) y hace suyo el hecho de haber elaborado en el año 251, durante un retiro forzoso con motivo de una persecución, una ideología sobre la Iglesia, trasladada al libro "De la unidad de la Iglesia" del que es autor.

 Añade que el concepto de primado no existe todavía, que fue elaborado siglos más tarde y aclara que la clave de este pensamiento es el Obispo de Roma.

 

Sigue comentando que San Cipriano tiende a ponderar la autoridad episcopal y que siente la necesidad de la unidad, para concluir que ésta no puede darse sin la primacía de Roma.  

Como dato anecdótico referido a la época que estoy comentando he de decir que los siete primeros Concilios ecuménicos de los 21 que conoce la Historia fueron convocados, presididos y reconocidos sin la intervención directa de los Papas, lo que manifiestamente contradice las pretensiones de la continuidad papal desde Pedro, ya que durante muchos años, éstos no fueron tenidos en cuenta en ninguna de las grandes decisiones del Cristianismo.

 En sus listas de Papas, Roma lo aplicó exclusivamente a los Obispos que pasaron por su sede empezando por Pedro, del que (a pesar de lo mucho que alrededor del tema se ha escrito y polemizado) no se tiene confirmación fidedigna de que lo fuera en Roma.

Victor Sedaca, escribiendo al respecto en un pequeño texto denominado "No hay otro fundamento" nos dice lo siguiente:

 "En el gran mundo civil, la ostentación de un cargo por parte de una persona, sin afrontar los trabajos pertinentes a él, repugna al sentimiento general.

 Tal vez sea el aspecto religioso por la seriedad y trascendencia del sentimiento espiritual, en donde resulta escandaloso el ostentar una dignidad sin llevar consigo las responsabilidades y deberes que le son pertinentes. De ser cierto el pretendido episcopado de Pedro por 25 años en Roma, este apóstol fue el primer Obispo ausente de su puesto.

Si fue Obispo de Roma en el segundo año de reinado de Claudio no se tiene ninguna evidencia de que se haya acercado a su sede, hasta casi la fecha de su muerte en el año 67.

 No solo eso, sino que tampoco escribió una sola carta a la Iglesia de Roma durante los probables veintitrés años de ausencia, o si es que lo hizo, la Iglesia no creyó que merecía ser conservada, lo cual de veras es mucho peor".

Ni las Sagradas Escrituras ni la Tradición comentan o aclaran esta supuesta larga ausencia de Roma del Apóstol, de lo cual al mismo tiempo su propio carácter le exoneraría de tan injusta falta de responsabilidad, si de todo ello se dedujera que él asumió el cargo que la posteridad le ha atribuido.

 Otra cosa muy diferente es la de que, tanto la Historia como la tradición, sobretodo esta última, sitúen su martirio en Roma allá por el año 67 de la Era cristiana, juntamente con el de Pablo.

  De todo ello resulta que entre el año 67 (fecha de la muerte de Pedro) y el 691, fecha del 6º Concilio ecuménico que hemos mencionado, es decir, 624 años, se han hecho figurar en las listas oficiales, 85 Papas, entre los cuales se intercalan siete a los que no se les asigna número ordinal.

  Hemos examinado y comprobado que los períodos de reinado se superponen en unos casos o se desfasan en otros. Estos siete últimos dentro de este período, han sido considerados por la Iglesia Católica Romana como Antipapas, es decir no legitimados como “Vicarios de Cristo”, ni representantes del pueblo cristiano.

   Suponemos que la confección de la lista general debió producir a la Iglesia Católica más de un quebradero de cabeza, pese a no existir en la fecha de su confección ninguno de sus componentes. Obviamente porque de su análisis somero, ya se deduce la enorme complejidad que supone crear una línea histórica de sucesión dudosa o inexistente en los primeros siglos.

   El documento del que se extrae la descripción más o menos biográfica de los Papas es el Liber Pontificalis, del cual se ha dicho lo siguiente: que “ha sido examinado críticamente por Tillemont, y más completamente por Coustant, habiéndose probado sus grandes anacronismos, de manera que no puede haber duda acerca de su carácter fabuloso, produciendo a todo lo largo de su lectura una impresión constante de fraude deliberado. Ciertamente, los recopiladores no tenían ninguna evidencia histórica ni documental.

El primer ensanchamiento del catálogo liberiano alcanza casi a Dámaso y debe de haber sido compuesto a principios del siglo VI. Las dos cartas de Dámaso y Jerónimo fueron inventadas para ello, de acuerdo con lo cual Dámaso recopiló y envió a San Jerónimo lo que podía hallarse de las biografías de los Papas.

 En una segunda edición alterada veinte años después, aproximadamente sobre el 536, fue añadida la lista de los Papas desde Dámaso hasta Félix IV. Esta última parte, desde 440 es histórica, pero fuertemente coloreada y adornada con fábulas arregladas con vistas a los intereses de Roma.” (Extraído del tomo 2º  de “Catolicismo Romano” de José Grau).

 Si utilizamos distintas fuentes de información, la confusión se acrecienta, cuando tratamos de buscar coincidencias dentro del tramo histórico conocido más remoto, y sigue complicado igualmente e incluso más, si el análisis lo trasladamos a épocas más recientes, porque, aunque en fechas y circunstancias mejor conocidas, entonces son otros factores los que entran en juego.

 Como demostración de cuanto decimos seguidamente relatamos algunos hechos, después de algunas informaciones que hemos extraído de un artículo enciclopédico relacionado con el tema:

  Una distancia de aproximadamente cuatro años, media entre Marcelino (296/304) y Marcelo I (308/309). Hay quién sostiene no sin fundada razón, que ambos Papas fueron en realidad la misma persona, en tanto que otros discrepan afirmando que Marcelo I fue cabeza de la Iglesia desde el año 304 al 309.

 En algunos registros históricos, el Antipapa Félix II (355/365) fue considerado un Papa legítimo. Los dos numerales que siguen al nombre de Félix III (II), quién fue Papa desde el 483 al 492, y Félix IV (III), que reinó desde el año 526 al 530, señalan que Félix II fue legítimo (el primer numeral) o no (el segundo numeral). El empleo de uno u otro numeral refleja, no solo la aceptación o no del anterior punto de vista, sino también la debilidad del propio argumento.

 Félix V (1.440/1.449) fue un Antipapa y, por tanto, no se llamó a sí mismo Félix IV; es evidente que consideraba ilegítimo a Félix II. El listado de los Papas como puede comprobarse, a este respecto no es coherente.

 Juan XVI (997/998) fue un Antipapa; y por ello el Papa siguiente que adoptó ese nombre, se llamó a sí mismo Juan XVII (1.003). También se ha dado el caso contrario.

Juan XXIII (1.410/1.415) fue un Antipapa; el reciente Juan XXIII (1.958/1.963) que aperturó el Concilio Vaticano II, lo ignoró tal vez por lo indicado, y adoptó el mismo nombre y numeral. Idéntico caso se produjo con el Antipapa Víctor IV (1.138) y el Papa Víctor IV (1.159/1.164).

 Simaco fue Antipapa en dos ocasiones; en el año 488 y nuevamente durante los años 501 al 505.

 Esteban II fue elegido Papa en el año 752, pero murió cuatro días antes de ser consagrado. Consecuentemente no fue considerado como Papa. No obstante, una doctrina reciente del Vaticano ha girado ciento ochenta grados esta norma, y el Anuario Pontificio desde 1.961 lo relaciona como Papa. Por tanto, los dos conjuntos de numerales de los últimos Esteban reflejan este criterio.

 Juan XIX reinó durante los años 1.024 al 1.032. Como consecuencia de los errores cometidos en la lista de los Papas de la Edad Media, no existe un Juan XX. Posiblemente el Antipapa Juan (¿/844) equivocara la lista. Juan XIX había “sucedido” a Benedicto XIII. Pertenecía a la familia de los Túsculos y, por consiguiente, tenía un alto poder político en Roma, hecho que le brindó la oportunidad de hacerse nombrar Papa, comprando su elección no obstante ser laico, aunque esta circunstancia no fue ningún obstáculo ya que en un solo día, el 4 de mayo del año 1.024 escaló de golpe todas las Ordenes sagradas hasta alcanzar la que le convirtió en soberano Pontífice.   

 Las fechas del pontificado de Benedicto V (964/966) se superponen con las de su antecesor León VIII (quién quizás por esta razón ha sido considerado Antipapa) y con las de su sucesor Juan XIII (al menos en el primer año de pontificado de éste-965/972). No obstante, Benedicto V es considerado un Papa legítimo.

   Benedicto IX que fue un depravado juguete en manos del Emperador, fue elegido legítimamente tres veces y depuesto dos. (1.032/44; 1.045; y 1.047/48). Cuando fue nombrado por primera vez tenía algo más de 12 años. Fue destituido como consecuencia de un levantamiento popular y se "ofreció" la tiara a Silvestre III que fue quién más pagó por ella. Días más tarde los partidarios de Benedicto IX hicieron huir al usurpador, recuperando su trono y tres semanas después cedió su puesto al arcipreste Juan Graciano que tomó el nombre de Gregorio VI. Para restituir los derechos de un tercero (Clemente II) el rey Enrique III despojó oficialmente a Benedicto IX quién fue expulsado el 16 de julio del año 1.048.

 No existió ni un Martín II ni un Martín III. Marino I (882/884) y Marino II (942/946) fueron incluidos por error como Martín II y Martín III, respectivamente. Por ello el Papa Martín optó por ser llamado Martín IV que reinó entre los años 1.281 y 1.285.

 Cristo dio a sus Apóstoles y discípulos la misión de transmitir su mensaje de salvación “id por todo el mundo predicando el Evangelio………” pero no dio poder terrenal transmisible. “Mi reino no es de este mundo”, respondió al Prefecto de Judea Poncio Pilatos cuando fue interpelado por éste durante el proceso que le llevó a la crucifixión. ¿Qué ha hecho el Catolicismo romano, o cómo interpretó este clarísimo mensaje, pronunciado por el propio Cristo, a quien los Papas dicen representar, convertidos en su “Vicario” en este mundo?

 Aceptar el argumento católico del origen divino de la Institución Católico-Romana, sería tanto como admitir que Cristo cometió una gran contradicción.

 Cristo siempre habló con un lenguaje claro, inteligible e incluso en muchas ocasiones y para que se le entendiera mejor utilizó la parábola, cuyo contenido en algunos casos aclaró a sus Apóstoles y discípulos.

 Lo que entonces ocurría, igual que sucede ahora, es que no sintonizan con Él quiénes no quieren entender su doctrina o la utilizan en su propio beneficio, alterándola con traducciones erróneas o con añadidos dogmáticos que solo crean confusión.

 Si Cristo hubiera pretendido crear una Institución religiosa con Pedro al frente, y establecer una línea sucesoria de representantes para impedir su desaparición al modo como la ha estructurado el Catolicismo Romano desde la promulgación del Edicto constantiniano que hemos comentado, le hubiera sido sumamente fácil sin necesidad de frases calificadas como si tuvieran doble sentido y consecuentemente sometidas a la interpretación subjetiva.

 Puesto que conocía su destino personal inmediato y sobre la base de que el reinado en que Él había de constituirse en Rey y Señor era eterno, espiritual y no de este mundo precisamente, su comienzo habría de ser también espiritual y con proyección eterna.

 Por eso debemos desligar toda relación material entre Él como ser humano y las causas que impulsaron los acontecimientos de Pentecostés, cincuenta días después de las fiestas de la Pascua.

 Pero esta forma espiritual de la puesta en marcha de su Iglesia, no fue ni mucho menos fruto de la improvisación.

 Si acudimos al versículo 16 del Capítulo 14 del Evangelio de Juan, (Y yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre) (escrito para la posteridad, pues de otro modo no entenderíamos su contenido) veremos que Cristo está prometiendo un Consolador que el Padre dará para que siempre esté con nosotros.

Ya no es la persona humana de Cristo quién a partir de Pentecostés iniciará y dirigirá la Iglesia; será el propio Espíritu Santo, o lo que es igual, la tercera persona de la Trinidad, quién llevará a toda la verdad a aquel primer Colegio Apostólico, y mediante la predicación, ésta será transmitida a las generaciones venideras.

 El versículo 26 de este mismo capítulo 14, (Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he dicho.”) es el que confirma que el Consolador, a quién identifica con el Espíritu Santo y que, además, el Padre enviará en su nombre, enseñará todas las cosas y recordará todo cuanto dijo, aun cuando no a través de intermediarios humanos los cuales se han atribuido esta prerrogativa divina.

 Después de examinar detenidamente este clarificador texto bíblico, se hace forzoso declarar que la Institución del Papado, no entraba en los propósitos de Jesucristo, el Hijo de Dios.

Y si analizamos con espíritu crítico el contenido de este versículo, recordaremos también dos aspectos importantes que debemos enfatizar aquí:

En primer lugar, el carácter, ya aludido, eminentemente espiritual de la Iglesia que iba a surgir a partir de Pentecostés, y en segundo lugar, la innecesariedad de una "Cabeza visible" y menos aún de una jerarquía que, dependiendo de ella, la regentara.

 Cristo dijo: “Pero yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya, porque si no me fuere el Consolador no vendría a vosotros, mas si me fuere, os lo enviaré.” (Juan 16/7)

 De admitirse como cierta y legítima la institución humana del Papado, tendríamos que pensar que esta habría sido una excelente oportunidad para ratificar el supuesto nombramiento de Pedro como primer Papa, pero los registros evangélicos, al pasar por alto la ocasión, lo que están evidenciando es que tal propósito no entró nunca en los planes de Dios, porque la provisión ya estaba hecha en la tercera persona de la Trinidad, es decir, en el Espíritu Santo, que llevaría a la Iglesia a toda la verdad a partir de Pentecostés. Recordad aquí la frase de Cristo: “No os dejaré huérfanos.” (Juan 14/18)

 A mayor abundamiento cabe repetir aquí lo que en relación con el tema hemos copiado de la Sagrada Escritura en otro lugar del texto y aquí volvemos a repetir.

 “Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad, mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo, como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” (Mateo, 20:25-28)

  Hemos de aceptar esta verdad concluyente como expresión clarísima de un deseo que procede y fue expresado por el mismo Dios.

 Cristo conocía perfectamente el momento de su muerte pues la había anunciado repetidas veces a sus Apóstoles, y lo tenía previsto todo de tal forma que al ausentarse físicamente, había de producirse el cumplimiento fiel de la promesa que hizo a sus Apóstoles de no dejarlos huérfanos, según hemos citado antes y puede leerse en el versículo 18 del Capítulo 14 del Evangelio de Juan, expresado de la forma siguiente: “No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros.”.

 Abordamos seguidamente un tema que consideramos capital en el desarrollo de los hechos que con posterioridad al inicio del acontecimiento fundacional de la Iglesia como tal, tuvo su razón de ser en el acontecer de la Historia, de la única forma que entendemos que sucedió a la luz del relato bíblico.

 Nadie más interesada que la jerarquía de la Iglesia Católico-Romana en mantener a ultranza una cadena “sucesoria”, cuyos eslabones, en muchos casos perdidos en la bruma de los tiempos de forma que apenas se sabe nada de ellos, y rotos en otros, lo cual hace que llegue a nuestros días con un balance que deja mucho que desear y cuya persistente insistencia por parte de esa jerarquía católica no tiene otro móvil que el de afianzar su supuesto origen divino.

 Nos hemos referido al acontecimiento de su origen, de acuerdo con la promesa hecha por Cristo, en el versículo 26 del Capítulo 14 del Evangelio de Juan, y relatado por Lucas en el Capítulo 2 del Libro de los Hechos de los Apóstoles; coincidimos con Pablo en que esta Iglesia, prometida por su Fundador, no nacería acéfala, a pesar de que en sus comienzos, Cristo ya no estaría materialmente entre nosotros.

Ello evidencia, repitiéndolo una vez más, el carácter espiritual que Cristo quiso imprimirle, y buena prueba de cuanto decimos se refleja también en el versículo 23 del Capítulo 5 de la Carta de Pablo a los Efesios, en el que el Apóstol, hablando sobre el matrimonio, compara la relación del marido sobre la esposa. "Cristo asimismo es cabeza de la Iglesia  y ésta su Cuerpo". 

 La Historia de la Iglesia Católico-Romana relata el nacimiento de ésta, así como la necesidad sentida por ella misma de perpetuarse para su desarrollo ulterior, pero ello a través de un Jefe cambiante que salta entre episodios bélicos, persecuciones, nombramientos realizados unas veces por compras, otras por designación, incluso por razones políticas y de herencia, Concilios y dogmas impuestos por un magisterio supuestamente recibido como fruto de complicadas elucubraciones.

 Resulta un tanto novelesca la forma en que este hecho se describe en la Historia que sirve de base al comentario.

Como ya he anticipado, copio un fragmento en cuya concepción se mezclan la fantasía más refinada y la imaginación más atrevida. Veamos:

“San Pedro, Jefe de la Iglesia de Cristo.- Mas para su desarrollo ulterior y para conseguir la debida unidad, al desaparecer Cristo de este mundo, la Iglesia necesitaba un Jefe único, nombrado también por el mismo Cristo. Así lo hizo El efectivamente, nombrando expresamente a Simón Pedro como representante suyo y cabeza suprema de los doce y de toda la Iglesia.

Con todo lujo de imágenes, y como premio de su magnífica confesión de la divinidad de Cristo, este le anunció que sería la piedra fundamental, es decir, la cabeza y autoridad suprema, del edificio de su Iglesia que estaban levantando. Le prometió las llaves del reino celestial, es decir, el poder supremo como representante de Dios (Mateo 16/16 y siguientes), y más tarde haciendo efectivas estas promesas, le otorgó el poder de apacentar los corderos y las ovejas, esto es, el rebaño entero de sus discípulos (Io.21/15 y siguientes).

Así Pedro quedaba constituido Vicario de Cristo en la Tierra.

Por esto le promete Jesús una asistencia especial, para que no vacile su fe y pueda robustecer la de los demás. Posición prominente de Jefe indiscutible de la Iglesia, que conservó Pedro, no obstante su debilidad en las tres negaciones, que lloró amargamente.

Frente a esta realidad de la primacía de Pedro, tan claramente expresada en los Evangelios y ejercida en lo que nos refieren los Hechos de los Apóstoles, bien poca fuerza deben hacernos las observaciones de todos los rebeldes a la autoridad pontificia, y particularmente los protestantes.

Ni la pretendida falta de autenticidad de los textos más decisivos, probada con toda suficiencia y negada solamente por efecto de prejuicios sectarios, ni las interpretaciones torcidas, contradictorias y forzadas de unas expresiones a las que quiere darse un sentido diverso del obvio y natural; ni mucho menos las aparentes contradicciones por parte de los Apóstoles, los cuales, en realidad aceptaron siempre la autoridad de Pedro; nada de esto puede cambiar ni un ápice de la realidad de los hechos que atestiguan el establecimiento por Cristo de una autoridad suprema en su Iglesia en la persona de Pedro, que luego se transmitió a sus sucesores, los Romanos Pontífices”.

Este es el relato que he reproducido de forma literal de la Historia de la Iglesia Católica, editada por la Biblioteca de Autores Cristianos, Tomo 1, página 61.

 Relato que, sin aceptar interpretaciones ajenas, como ya he dicho, considero lleno de fantasías, burdas invenciones, imaginación y sobretodo de contradicciones, ya que no resiste el más ligero análisis, ni soporta enfrentamiento alguno con hechos relatados en los propios Evangelios.

 (Véase, analícese en profundidad cada frase, cada palabra, compruébese y compárese detenidamente esta transcripción literal con la que hace Mateo en el capítulo 16, versículos 16 al 19) buscando las concordancias y los acontecimientos relacionados con el mismo tema dentro del contexto del Nuevo Testamento, al menos como lo hemos hecho nosotros al comenzar este capítulo, y se obtendrán conclusiones que en absoluto se parecerán a la descripción que se ha copiado sobre el nacimiento de la Iglesia.

 En este relato, además, se observa el uso de términos y figuras gramaticales que no aparecen en absoluto en los textos sagrados, tales como "representante suyo y cabeza suprema de los doce y de la Iglesia", "poder supremo y representante de Dios", "le anunció que sería la piedra fundamental", "luego se transmitió a sus sucesores, los Romanos Pontífices”. etc., etc.

 Desde el punto de vista espiritual y el meramente cristiano que estamos contemplando, ¿tiene sentido esta distorsionada interpretación en la que para que no falte de nada y así robustecer el relato, se inventan y aplican frases que los Evangelios no utilizan ni siquiera sugieren?

 ¿Cómo puede aceptarse el que Cristo quiso premiar a Pedro en esta ocasión por su “magnífica confesión” si la fundación de la Iglesia ya figuraba en los planes de Dios antes de la creación del mundo? ¿Acaso Pedro no usó aquí de su libre albedrío para expresarse como lo hizo? Indudablemente se trata de argumentos totalmente contradictorios y por supuesto inadmisibles.

 Por añadidura Mateo es el único evangelista que menciona los hechos añadiendo la respuesta de Cristo, que el evangelista Lucas pasa inadvertida.

Siendo que el hecho es tan trascendente para la Iglesia Católico-Romana, ¿Cómo es que también pasa inadvertido todo el relato para los otros dos evangelistas? ¿Es que una Institución que habría de velar por millones de almas redimidas durante un período de siglos indeterminado, tenía que ser silenciada por dos de los cuatro evangelistas, en tanto que los otros dos la anunciaban, con expresiones tan aparentemente imprecisas y de manera muy diferente, hasta el punto de que las Interpretaciones al respecto hayan dado lugar a resultados tan diferentes?

 Victor Sedaca nos vuelve a decir: “¿Se puede afirmar honestamente que, hasta la muerte de Cristo, Pedro tenía conocimiento de que era el Príncipe de los apóstoles y Cabeza de la Cristiandad?”

 En otro párrafo el mismo autor nos dice: “El católico-romano francés Lannoy, doctor de La Sorbona, ha hecho una investigación consciente de la proporción de los <Padres> en pro y en contra de entender que la –roca- era Pedro. De su estudio, publicado en Ginebra en el año 1.731, se desprende lo siguiente: 17 testimonios de <Padres> que apoyan la interpretación de que la roca es Pedro; 45 testimonios de <Padres> que interpretan la palabra –roca- como siendo la confesión de Pedro y 16 testimonios de <Padres> que interpretan la palabra –roca- como significando Cristo.

Aun cuando, como dice el doctor J.Broadus, las declaraciones numéricas merecen poca atención a menos que pudieran tenerse a mano las citas y conocerse las fuentes, no dejan de constituir una abrumadora mayoría de 61 contra 16 de los mejores intérpretes.”

El tema, cuando menos invita a la reflexión, pero hemos de ser sumamente respetuosos con la Palabra de Dios y en modo alguno forzar las expresiones o los argumentos de manera que nos hagan ver lo que de forma tan evidente las Escrituras no dicen.

Independientemente de lo que llevamos dicho ya sobre el tema, abundaremos en lo que el propio Pedro en su primera Epístola universal, capítulo 2, versículos 6, 7 y 8 nos aclara cómo lo entendió él, y como lo entendemos nosotros.

"Por lo cual también contiene la Escritura: He aquí pongo en Sión la principal Piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en ella no será avergonzado; pues, para los que creéis Él es precioso; pero para los que no creen, la Piedra que los edificadores desecharon ha venido a ser la cabeza del ángulo; Piedra de tropiezo y Roca que hace caer, porque tropiezan en la Palabra, siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados”.