CATOLICISMO ROMANO 
Y LAS LLAVES DE PEDRO

 

 3ª Parte

¿Es preciso destacar con más claridad y mejores argumentos, que la Piedra fundamental sobre la que se apoya la Iglesia es Cristo, y que esta declaración la hace precisamente el Apóstol sobre el que la posteridad y las torcidas interpretaciones de los hombres han hecho recaer su nacimiento y soporte?  

  Ya hemos dicho que el Apóstol Pablo al dirigirse a los Corintios en su primera carta, capítulo 3, versículo 11 les dijo que  “nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo.”

 Si nos atenemos a lo dicho por Pablo, como Palabra inspirada, es evidente que nadie está autorizado para suplantar a Cristo en la Tierra y menos como Cabeza visible o compartida.

Aceptar lo contrario, equivaldría a anular cuanto al respecto se dice en las Sagradas Escrituras, y en ellas no se habla de la bicefalia, es decir, de dos cabezas.

Pero la Iglesia Católica llega todavía más lejos al considerar que no son dos cabezas (una visible <la del Papa> y otra invisible <que es la del mismo Dios, puesto que Cristo es Dios>) sino una compartida con Cristo al cincuenta por ciento si es posible utilizar este término matemático. Veamos como llegan a esta disparatada conclusión, que la hace mucho más atrevida e inexplicable.

“A esta luz hay que entender las afirmaciones de Pio XII en la Encíclica Mystici Corporis, en la que se nos dice que Cristo y el papa son una cabeza única de la Iglesia. En el Nuevo Testamento no se mienta esa “mística” y moral unidad entre Cristo y el Papa  como una sola cosa. Pío XII alude a Bonifacio VIII, quien en el año 1.302,  es decir, en el momento cumbre de las pretensiones autoritarias del papado medieval, proclamó esta doctrina.” (Este antecedente se encuentra en el documento conocido por la Bula Unam Sancta del citado Papa Bonifacio VIII).

Dicen también: “Por lo tanto, si es Cristo la cabeza única de la Iglesia, debe haber también un hombre solo que le represente en la Tierra en su función de cabeza. Si Cristo no deja de regir personalmente la Iglesia y per suum in terris Vicarium, las definiciones propuestas con la pretensión de infalibilidad deben ser, consecuentemente, irreformables ex sese, non autem ex consensu Eccclesiae.”

 Agregan:”La voz del Papa es siempre en algún modo la voz de  Cristo; para añadir también: Precisamente por esta razón, Cristo y el Papa no son dos cabezas de la Iglesia sino una cabeza única (unun solumodo caput constituere Christum eiusque Vicarium.) “El Papa no es cabeza solamente en una circunstancia, es decir, cuando habla expresamente ex cátedra, sino que lo es siempre, lo mismo que la cabeza invisible.“ (La Infalibilidad de la Iglesia, obra en colaboración dirigida por Karl Rahner, págs. 223, 225 y 226).

Como podemos comprobar, argumentos no les faltan por insólitos, incomprensibles, increíbles y enrevesados que éstos sean.

 

La teología humana ha obtenido de las Sagradas Escrituras mediante la interpretación subjetiva, todo aquello que le ha convenido, como hemos podido apreciar en multitud de ocasiones además de ésta; pero sin que el resultado, al que a través del tiempo y su propia filosofía llegó la Iglesia Católica y cuya inexistencia tratamos de demostrar con las Sagradas Escrituras precisamente, aparezca por ninguna parte.

 Por ello abundamos en citas bíblicas. Sin embargo, y a pesar de todo, lo que en ellas no se dice, lo ha suplido la imaginación del hombre, recurriendo a la Tradición o en su defecto a su propio magisterio.

 Pablo dirigiéndose a los Gálatas dice en el capítulo1, versículo 8, “mas si aun vosotros o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema.”

 Pedro jamás se comportó como Jefe de ninguna Institución religiosa, y existen en las Sagradas Escrituras multitud de ejemplos que avalan esta afirmación, pues ni siquiera, por referirnos a uno importante, presidió el primer Concilio de la Iglesia celebrado en Jerusalén a pesar de haber intervenido en él, lo cual haría de este supuesto comportamiento una extraña manera de ejercer el Papado. Es a este respecto muy interesante el comentario que hace el teólogo José Grau, en el primer tomo de su libro CATOLICISMO ROMANO y que copiamos a continuación:

“La Apologética católico-romana saca conclusiones completamente infundadas de esta Asamblea de Jerusalén. Visto el papel importante que, como testigo, tuvo Pedro en la misma (y dando por supuesto que Pedro fue Obispo y el primer Papa), afirma que allí fue reconocido y actuó como Vicario de Cristo y Jefe supremo de la Iglesia universal. Sin embargo, hemos demostrado que Pedro no actuó como Primado, a la manera como lo entienden los romanistas.

No convocó, ni presidió, ni confirmó el Concilio. La convocatoria fue iniciativa de la Iglesia de Antioquía; la presidencia y la confirmación estuvieron a cargo de Santiago. Pedro y Pablo intervinieron como testigos. Santiago (hermano del Señor) desempeñó sus funciones de ministro de la Iglesia local de Jerusalén, a la cual había sido elevada la consulta.

El error católico-romano aquí, como en tantos otros puntos de su eclesiología, parte del falso supuesto de que los Apóstoles ejercieron funciones episcopales en el desempeño de su ministerio especial, confundiendo episcopado con apostolado, dos funciones netamente distintas y diferenciadas en la enseñanza del Nuevo Testamento.

Por esto, no pueden entender que al reconocer la presidencia y la confirmación de la Asamblea a Santiago, no por ello disminuye la autoridad apostólica de Pedro, como tampoco disminuye la de Pablo. Al contrario permanece intacta, pero al mismo tiempo se pone de manifiesto la manera normal como deberá ejercerse en la Iglesia de los siglos futuros toda cuestión que atañe a su vida, como pueblo de Dios sometido a la Palabra divina.”

Es de lamentar que la Historia a la que hemos aludido no nos hable de cómo hasta el año cien, (en que ocurrió aproximadamente la muerte del Apóstol Juan en la Isla de Patmos) se "sucedieron” los “supuestos príncipes” de la naciente Iglesia a partir de la muerte de Pedro en el año 67. Todo ello se encuentra oculto por las brumas de un pasado lejano en el que la ausencia de documentos nos priva a nosotros de su conocimiento, en tanto que a otros propicia la ocasión de aderezar ese pasado, según conviene a los intereses de la Institución, incluso la no interrupción de la continuidad en la que la lógica y las dificultades de los tiempos hacen pensar en la irracionalidad de los acontecimientos tal como se expresan en muchas de las listas que hemos consultado.

Tampoco nos aclaran en qué circunstancias esta también “supuesta cabeza visible” fue ostentada por personas ajenas al Colegio Apostólico, ya que parece lógico pensar que tan destacado puesto estuviese reservado a los miembros de aquel primer Colegio Apostólico en tanto viviesen. 

 ¿Quiénes fueron, por ejemplo, San Lino, San Anacleto, San Clemente, San Evaristo, San Alejandro, San Sixto, San Telesforo, San Higinio, San Pío I, San Aniceto, San Sotero, y un largo etc. supuestos eslabones del primitivo Papado, de los cuales como hemos dicho la historia lo desconoce prácticamente todo, excepto que figuran en una lista que el creyente tiene que aceptar?.

Hemos de proseguir aludiendo a esos eslabones “imaginarios” de la cadena “sucesoria” de Jefes/representantes de la Iglesia Católica Apostólica y Romana con la que, independientemente de su configuración en el Liber Pontificalis, ya mencionado, la jerarquía eclesial romana pretende robustecer la afirmación de que en ella se encuentra implícito el mandato de una continuidad que recoge y transmite los valores inquebrantables de la fe cristiana.

 Pero a poco que profundicemos en la Historia podemos afirmar que estos argumentos son débiles y se desploman, dándose el caso incluso de que algunos de ellos figuran con datos no coincidentes respecto de la misma persona, cuando éstos dependen de fuente distinta.

¿Qué sentido de continuidad tenemos que dar a meros nombres intercalados en una lista de 264 Papas, en la que se desconocen en muchos casos las fechas de sus nombramientos, sus ceses, circunstancias que se dieron en los supuestos nombramientos y sus razones, cuando la falta de tales causas nos motiva para especular en que los únicos argumentos para hacerlos figurar en ella no son otros que los sucesorios?

Tal ocurre con San Lino (de ¿Volterra?), supuesto sucesor de Pedro en el que la fecha de cese unos fijan en el 74, otros en el 76 y algunos en el 79, con un distanciamiento de la muerte de Pedro, en el más favorable de los casos de siete años; ¿Qué sucedió en esos años de dirección en la Iglesia? ; o San Anacleto o Cleto, que de ambas formas se conoce; San Clemente I, San Evaristo, San Alejandro, San Marcelo, San Eusebio, San Melquiades, San Siricio, San Anastasio I, San Pelagio, etc. etc., todos ellos con graves  problemas de identificación.

En otro orden de cosas, ¿Qué podríamos aducir en cuanto a la aplicación que la Iglesia Católico-Romana hace sobre la intervención del Espíritu Santo en la designación de los Pontífices?

He pensado en el caso de aquellos en los que por razones políticas nada claras o difícilmente convincentes, muchas no explicadas, y otras, en las que ocupando un espacio de tiempo simultáneo, han actuado con el que más tarde fuera declarado Papa oficial.

¿En donde se equivocó el Espíritu Santo, (si tuviéramos que admitir esta inexplicable expresión) quién según la teología católica preside siempre las Asambleas de la Iglesia?

Como tantas otras veces, tenemos que recurrir a la Historia para referirnos al caso relacionado con el nombramiento de Julio II de quien el historiador dice lo siguiente: “Quería la tiara y pujó por ella haciendo promesas, dando garantías u ofreciendo dinero a manos llenas. La consecuencia fue que el cónclave no perdió mucho tiempo: en menos de 24 horas Juliano de la Róvere se convirtió en Julio II. Unos años después, paradójicamente, publicaría una bula condenando enérgicamente las mismas prácticas simoníacas que él había utilizado para acceder a la silla de San Pedro.” (Los Papas. Pag.356. de Jean Mathieu-Rosay). 

 ¿No resulta aberrante la actitud de la Iglesia Católica al pretender que se acepte la intervención del Espíritu Santo en el nombramiento de los “sucesores” de Pedro, cuando la Historia registra casos flagrantes en los que el Papado ha sido heredado, por nombramiento mediante decisión de la autoridad civil e incluso comprado por quienes lo hicieron con suma generosidad?

Pero lo que realmente resulta de todo punto inverosímil, como ya hemos dicho, es el hecho de considerar a la Iglesia de Cristo como un Cuerpo con dos cabezas; la espiritual que es Cristo y cuyo soporte reside tanto en los Evangelios como en la nutrida fuente de las Cartas Apostólicas, y otra "cabeza visible" en este caso colocada por el hombre a ese Cuerpo espiritual, el cual, no obstante la claridad y sencillez de la Palabra de Dios, se ha empeñado y sigue empecinado en atribuirse un protagonismo que no le ha sido dado por Cristo, que como Dios que es, conoce su engañoso proceder. 

 

 "Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos." (Evangelio de San Mateo, capítulo 23, versículo 9) tal como encabezamos este Capítulo.

 Uno de los episodios más deplorables y controvertidos de la Iglesia Católico-Romana que la Historia nos relata (entre otros no menos importantes aunque no tan notorios, habidos en otras épocas) fue el conocido por Cisma de Occidente en el que, durante 39 años, 1 mes y 22 días (desde el 20-9-1.378 al 12-11-1.417), esta Institución estuvo regentada simultáneamente por dos y tres "cabezas visibles", cada una de ellas empeñada en mantener legítima su elección.

Se inició con la designación o elección (que ambas circunstancias pudieron darse) de Roberto de Ginebra, que adoptó el nombre de Clemente VII y terminó con la elección de Odón Colonna conocido con el sobrenombre de Martín V.

Se podrán explicar los hechos, porque sucedieron tal como los relata la Historia, pero nunca justificarlos como se ha pretendido.

Dos y hasta tres Papas enfrentados, (aunque fueron ocho los que intervinieron a lo largo de todo el período) esgrimiendo sus respectivas designaciones oficiales a través de Cónclaves ¿inspirados y presididos por “el Espíritu Santo”? lanzándose excomuniones inmisericordes unos contra otros en las que se incluían a los seguidores de las distintas obediencias.

 Esta aberrante situación provocó el que durante este disparatado período, todos los cristianos estuvieron excomulgados, es decir, impedidos de ir al cielo prometido por Cristo a los creyentes.

 ¡A que nivel de desatinos condujo aquella degradante situación! ¡Cuantos desvaríos! ¡Y cuanta soberbia en mantener a ultranza el poder terrenal, desafiando la razón y los más elementales principios de la naturaleza religiosa de la Institución que decían representar! ¡Verdaderamente demencial!

Un Concilio, el de Constanza (nombre tomado del lugar donde se celebró) iniciado el 5-11-1.414 (duró tres años y medio) convocado por el Emperador Segismundo y ratificado por un Papa, (¿legítimo?, ¿ilegítimo?), las presiones de los Estados europeos que no aceptaban esta situación y el triunfo temporal de las doctrinas conciliaristas cuyos orígenes se remontan al IV Concilio de Constantinopla, terminaron por acabar con aquella vergonzosa situación, de la que, según creemos, de buen grado la Iglesia Católica hubiera arrancado sus páginas de la Historia.

La Iglesia Católico-Romana no ha resuelto aún, que sepamos, la legitimidad de aquel Concilio ni la de sus decisiones, ya que éstas plantean cuestiones de difícil por no decir imposible solución.

Hay que considerar de una parte un Concilio cuya convocatoria debía haberla hecho un Papa, de acuerdo con las normas que regían entonces para tales ocasiones; sin embargo, la hizo un Emperador; fue confirmada por un Papa (Benedicto XIII conocido por Papa Luna) que después fue considerado antipapa. (Habiéndose presentado en el Concilio tras su convocatoria, huyó subrepticia y cobardemente de él); de otra la necesidad de dotar a la Asamblea de poderes que nunca había tenido, mediante el reconocimiento y aplicación de una doctrina (el Conciliarismo, que declaraba las decisiones de la Iglesia por encima de las del Papa) que una vez pasado el Cisma fue inmediatamente condenada por Martín V (Papa electo); y todo ello para resolver la insostenible posición en la que la ambición de unos y otros había colocado a la Iglesia dentro de un callejón sin salida. Refiriéndome al posteriormente depuesto Papa Luna, ¿no invalidaba esta deposición, cualquier acto o decisión tomada por éste al confirmar la a su vez ilegal convocatoria del Concilio hecha por el Emperador?

Nos queda por hacer algunas consideraciones al respecto; que cada cual juzgue por sí mismo si esa pretendida cadena sucesoria se rompió al legitimar el Conciliarismo solo para aquella ocasión en la que la terquedad de los tres “Vicarios” de Cristo lo hicieron necesario, o se mantuvo ininterrumpida a partir de aquel momento, no obstante desconocerse quién transmitió a quién, el "poder de las llaves de Pedro" y si quién lo recibió era legítimo al recibirlo a través o con el beneplácito de una doctrina que él mismo condenó una vez nombrado. ¡Que el Catolicismo Romano aclare este difícil jeroglífico!.

Entre la infinidad de episodios existentes, hay otro que bien merece la pena destacar también. Son jirones de la Historia que extraigo de ella, para evidenciar el carácter meramente humano de esta Institución, que con pretensiones de haber sido fundada por Cristo, hace aguas por todas partes.

 El 11 de marzo del año 1.513 en un Consistorio celebrado en el Vaticano para nombrar sucesor al fallecido Papa Julio II, se eligió a un joven de 38 años que aún no era sacerdote llamado Juan de Médicis, quién al ocupar la supuesta silla de San Pedro, adoptó el sobrenombre de León X. Por cierto que este Papa fue el último que utilizó la silla conocida por el nombre de “sede stercolaris” la cual servía para comprobar el sexo del Pontífice”. Para conocer algo sobre la naturaleza y fines de este tipo de asientos, hay que remontarse a la época en que surge una leyenda (la de la Papisa Juana) cuyos rasgos han sido en su mayor parte borrados de la historia.

Este era el Papa reinante en la época en que el Reformador Martín Lutero expuso sus noventa y cinco tesis en la puerta de la Catedral de Wittemberg en el año 1.517.

La historia ha guardado la frase que este Sumo Pontífice pronunció al ocupar su puesto. Fue esta: "Gocemos del Papado puesto que Dios nos lo ha dado".

 Unos apuntes biográficos reflejan que, en efecto, gozó del Papado y de sus privilegios. Le gustaba casi todo; la caza, y el teatro, las artes y las fiestas suntuosas. Evitó que nada le alejara de los placeres de la vida.

 Y así, mientras el Papa disfrutaba de los placeres del Papado, la Cristiandad occidental se derrumbaría de arriba abajo al escindirse en dos bloques que nunca volverían a unirse.

Fue hecho Cardenal a la edad de 13 años.

El nepotismo pontificio, antaño proverbial en las sedes apostólicas, floreció con nuevos bríos, para dar satisfacción a sobrinos, primos y amigos, expoliando a varios ducados para dar sus coronas a parientes.

Mucho más que otros, convirtió la diplomacia en el arte de la mentira. Nada menos seguro que su palabra, afirman algunos historiadores.

En abril de 1.517 (precisamente el año en que se inicia la Reforma) se descubrió un complot tramado por varios Cardenales liderados por otro que tenía 27 años. Los conjurados acusaban al Papa de mezclarse excesivamente en los negocios del mundo y de no cumplir los compromisos adquiridos al ser elegido.

Un reducido grupo de “Príncipes de la Iglesia” había encargado a un médico florentino que envenenara al Papa. Descubierto el complot, los Cardenales que tomaron parte en él, fueron degradados, privados de sus bienes y entregados a tribunales civiles. El instigador de la conjura fue ahorcado.

La Basílica de San Pedro, los enormes y suntuosos palacios que la rodean, sus Galerías de arte (actualmente cifradas en varios kilómetros de longitud) estaban en obra y para atenderlos necesitaban grandes sumas de dinero. Para financiar tanto gasto, se acudió al suculento comercio de las indulgencias y a la venta de cargos eclesiásticos. Por poner un ejemplo, el Arzobispo de Maguncia y Magdeburgo hubo de pagar al Pontífice 240.000 ducados para verse confirmado en sus funciones.

Cuando León X falleció en el año 1.521 dejó el Papado al borde de la quiebra. Insaciable de placeres, todo lo despilfarró.

Su corte se componía de 683 personas. Se mezclaban en ella, en perfecto caos, arzobispos y domadores de elefantes, músicos, poetas y bufones.

El Papa se pasaba a veces dos semanas enteras en cacerías en las que participaban hasta 2.000 caballeros. El Vaticano era un teatro permanente. Se dio el caso de que el Pontífice mandó azotar a un cómico que le había decepcionado despidiéndolo a continuación, haciendo alarde de gran generosidad, con dos ducados de indemnización.

Durante el carnaval, abandonados todos los asuntos, acudió a presenciar un ballet morisco sobre el tema "Venus y el amor". Entretanto la Cristiandad se escindía en Alemania.

 Dice la Historia que, aunque practicó la caridad, su generosidad para con los pobres de todas clases, no basta para justificar un pontificado que ha quedado como uno de los más sombríos y funestos de la Historia de la Iglesia.

                          


 

Se extrae una verdad incontrovertible de la Palabra de Dios, que evidencia el sentido espiritual que Cristo proyectó en todo cuanto hizo a lo largo de sus tres años de peregrinaje y predicación en la Tierra. Fue plasmada en el versículo 36 del capítulo 18 del Evangelio de Juan: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos, pero mi reino no es de aquí.”

 Es muy significativo que fuera precisamente Pedro quién sacara la espada, (espada a la que tanto simbolismo se aplicó en el Papado de Bonifacio VIII), para defender a su Señor de las huestes romanas que fueron a prenderlo en Getsemaní después de haber sido traicionado por Judas, y que fuera reprendido por el mismo Jesús, diciéndole: “Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomen espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre y que Él no me daría más de doce legiones de ángeles?”. (Mateo capítulo 26, versículo 52).

 Pero la Iglesia, entendiéndose por tal a los líderes que asumieron su representación humana, nunca se paró a analizar el mensaje cristiano que Cristo anunció en la sinagoga judía de Nazareth al comienzo de su misión redentora.

 El pueblo judío no supo identificar al Mesías que le venía siendo anunciado por los Profetas porque sus esquemas doctrinales no respondían a los deseos de libertad política que ellos esperaban.

 De igual modo confundirían al Hijo de Dios aquellos líderes religiosos del siglo IV de la era cristiana, levantando el estandarte de lo que con los años vendría a ser el Reino Temporal de la Iglesia Católica Romana.

 De un apunte biográfico entresaco lo siguiente en relación con este poder de la Iglesia Católico-Romana: Se trata de un relato algo largo, pero merece la pena consignarlo, porque no tiene desperdicio.

"Para defender el poder temporal de la Iglesia y los Estados Pontificios, Urbano VIII organizó un ejército de ochenta mil hombres y los Estados Pontificios recibieron orden de preparar un ejército de reserva. La armada pontificia también fue modernizada y reforzada. El Embajador Angel Cantarini informaba a su gobierno: "Aquí están más dispuestos que nunca a perder el tiempo y el dinero en fortificaciones."

 Incluso mandó levantar una fábrica de armas en Tívoli, y llenó las estancias del Vaticano con más de treinta mil armas pequeñas. El rearme parece que le costó más de cuatro millones de escudos, cantidad fabulosa en aquellos tiempos. Sin embargo, todo su esfuerzo bélico sirvió para muy poco, ya que el ejército papal sería dispersado en las primeras campañas.

Al producirse la crisis entre el Papa y las potencias católicas -España y Austria-, la Iglesia disponía de unos seiscientos mil escudos de renta anuales, pero en 1.640 esta cifra había descendido a unos trescientos mil. Esto obligó a Urbano VIII a empeñarse en continuos empréstitos. Se calcula que casi el ochenta y cinco por ciento de los ingresos de los Estados Pontificios se iban en pagar los intereses de las deudas papales, la mayor parte a los banqueros genoveses.

 Para aumentar sus ingresos, Urbano VIII instituyó diez nuevos impuestos en los doce primeros años de su pontificado. Esto no impidió, sin embargo, que sus parientes, los insaciables Barberini, fueran obsequiados con privilegios financieros y rentas anuales que ascendían a trescientos mil escudos.

Había llegado la época de los Cardenales independientes de Roma que hacían gala de sus ideas nacionalistas.

 Las tensiones acumuladas durante siglos en el Sacro Colegio se manifestaron públicamente y sin frenos. El Papa se dio cuenta entonces de que sus más poderosos antagonistas no estaban en la Curia, es decir, entre los Cardenales residentes en Roma, sino entre los que residían fuera de la capital pontificia.

 Por ejemplo, el Embajador español mostró a Urbano VIII una lista de los Cardenales y prelados a sueldo de Francia, y cuando el Papa consultó con el Embajador de Francia, el único comentario que hizo éste, fue que sobraban algunos nombres.

Para conservar el poder temporal de los Estados Pontificios y evitar convertirse en un simple obispo bajo una sola potencia europea, Urbano VIII se puso en contacto con una potencia protestante, Suecia, y con una católica, Francia.

Por otra parte se alió con los príncipes protestantes alemanes contra el Emperador católico, y buscó la colaboración de fuerzas portuguesas y catalanas contra España. La situación creada a las potencias católicas era tan grave, que el nuncio en Viena recibió aviso de que si el Emperador Fernando II no recibía apoyo papal tendría que pactar con los protestantes.

La Guerra de los Treinta años entre católicos y protestantes fue una casa de locos en la que Urbano VIII no entró, pero de la que sacó los máximos provechos para conservar el Poder temporal del Vaticano a expensas de enfrentar a los príncipes cristianos entre sí y sacrificar a los príncipes protestantes grandes extensiones territoriales.

 El doble juego del Papa sería especialmente catastrófico para Austria, España y los Habsburgo, que, tras mantener durante treinta años los ideales del catolicismo, tuvieron que aceptar las duras condiciones de la paz de Westfalia. (1.648.)"

 El Evangelio de Juan fue escrito entre los años 85 y 90, es decir, 20 años aproximadamente después de la muerte de Pedro y resulta sorprendente que el Apóstol, distanciado ya sobre estas fechas en más de medio siglo de la muerte del Redentor, escribiera el capítulo14 de su Evangelio refiriéndose al hecho prometido por Cristo sobre el envío de otro Consolador que permanecería siempre al lado del creyente, y que, además, le llevaría a toda la verdad.

¿Qué pretendió Juan al escribir este versículo? ¿Acaso crear confusión?

Si Juan hubiera sabido que Cristo había nombrado  un "Jefe" en la persona de Pedro, ¿Cómo dice veinte años después de la muerte de este supuesto "Jefe", que enviaría a otro Consolador?. ¿No está refiriéndose Juan al Espíritu Santo al cual enviaría Cristo en su lugar una vez que Él marchara, tal como el mismo Cristo lo anunció, y que este anuncio (que se cumplió en Pentecostés) quedaría reflejado en su Evangelio para la posteridad?

Porque es evidente que este Consolador ni es Pedro ni Lino ni ninguno de los supuestos “sucesores” de Pedro, pues nada más opuesto a la verdad, según nuestra más humilde opinión, que esa trayectoria histórica salpicada de escándalos, simonías, cismas, asesinatos, contubernios políticos, guerras, intrigas, inquisiciones, etc. aunque tengamos que admitir que también hubo aciertos todos ellos dirigidos al desarrollo de la Institución, dentro de esa cadena de Papas y Antipapas.

El versículo esclarecedor, el 26 de este capítulo ya mencionado, anuncia que el Padre enviaría a otro Consolador, el Espíritu Santo, en su nombre, quién enseñaría todas las cosas y recordaría las que Cristo había enseñado.

Consuela saber que esta promesa se había cumplido  exactamente el día de Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, porque el Espíritu Santo se derramó abundantemente sobre las ciento veinte personas congregadas en el Cenáculo.

Entre ellas se encontraba Pedro, a quién cupo el privilegio de dirigirse por primera vez a una multitud, de la que 3.000 personas fueron compungidas e incorporadas por el Señor a la Iglesia que Cristo había fundado.

Hay que hacer un verdadero esfuerzo de imaginación para “ver” en el desarrollo de esta promesa, el nombramiento de un Jefe religioso, así como la transmisión de un poder terrenal (cuando es evidente que no fue esa la naturaleza que Cristo infundió a su Iglesia) y mucho menos a través de “sucesores” humanos.

Si el otro Consolador a quién Cristo identifica con el Espíritu Santo, es enviado por el Padre para que la Iglesia no padezca orfandad alguna porque ha de permanecer siempre con ella, está claro que Juan ha escrito realmente aquello que le ha sido revelado, pero en modo alguno referido al hombre.

Si examinamos atentamente la historia del Papado, observamos que la Iglesia Católica Romana, no fundada por Cristo, ha padecido innumerables períodos de orfandad a lo largo de los 264 “sucesores” “legítimos” y 40 “ilegítimos” (Antipapas), pese al muy meticuloso interés mostrado por esta Institución, en querer demostrar lo que, por su propia argumentación y los hechos de la historia, no encaja en el mensaje bíblico.

Y para demostrarlo citemos algunos casos de orfandad padecidos por el Catolicismo Romano a lo largo de su existencia, como Institución humana que es, aunque procuraremos no ser excesivamente prolijos.

Tomaremos la información que nos suministra cualquier diccionario o relatos  del Papado, partiendo de un caso de la época en la que se han fijado los datos con un dudoso rigor histórico, al no disponerse de medios fiables, y de ahí procuraremos señalar los más significativos.

Diremos para comenzar y como argumento de lo que acabamos de decir que a San Lino, originario de Tuscia, supuesto “sucesor” de Pedro, se le atribuyen diez años de Papado, pero no existe documento fidedigno que lo confirme. Un texto histórico afirma que durante los primeros 180 años de los supuestos nombres que iniciaron una lista confeccionada por San Ireneo de Lyón, no se conocen ni las fechas de los nombramientos ni las de los ceses, y que la primera cronología confeccionada en el siglo IV (d. de C.) por Eusebio de Cesarea, fue elaborada partiendo del inicio del reinado de los Emperadores. Ya hemos comentado respecto de este supuesto Papa, la distancia de al menos siete años que median entre la muerte del Apóstol Pedro y la fecha más favorable del comienzo de su supuesto pontificado.

 Por tanto, habrá que arrancar de un período alrededor de los años que hemos señalado, para ofrecer datos algo más precisos, ya que los referidos a los que se han hecho figurar en las listas citadas no ofrecen credibilidad ni objetividad alguna.

 Seguimos, por consiguiente, por S.Eleuterio, marcado con el número doce de la lista; se dice que murió un 24 de mayo del año 189, pero las fechas del nombramiento y cese de Victor I, que le “sucedió” parecen estar en conflicto; no obstante para el inicio y cese se consideran los años 189 y 198, respectivamente, aunque los textos que se han consultados no aclaran tampoco las formas ni los procedimientos seguidos para hacer estas designaciones. Se ha dicho de él que intervino decisivamente en la fijación de la fecha de celebración de la Pascua, y que defendió, además, de forma rotunda la primacía de Roma sobre las demás Iglesias.

De San Calixto conocemos los años de inicio de su pontificado (217) y del cese (222). Sabemos por lo que hemos leído, que fue esclavo, banquero, adulador, arribista desvergonzado y casi un hereje. Estuvo al frente de la Iglesia de Roma cinco años, al final de los cuales una revuelta popular acabó con su vida de forma violenta, pues un populacho enardecido después de haberle dado muerte lo lanzó a un pozo arrojándole enormes piedras que le aplastaron. Más tarde sería sepultado en el oratorio de Trastévere que él mismo había mandado construir.

 El 31 de agosto del año 257 (fecha en que el Papado, como se ha dicho en otro lugar, no se había consolidado todavía como Institución) fue nombrado San Sixto II (24 de la lista) “sucediendo” a S. Esteban I. El 6 de agosto del año siguiente fue condenado y decapitado. Hasta el 22 de julio del año 260 no fue sustituido. La sede estuvo vacante 1 año, 11 meses y 18 días, es decir, cerca de dos años de orfandad, si estas fechas según los registros "históricos" más fiables pueden considerarse válidas. 

 San Fabián (44 de la lista) murió, según parece, el 10 de enero del año 250, pero su “sucesor”, S.Cornelio, no fue nombrado hasta marzo del mismo año, considerando que su nombramiento fuera “legítimo” pues compartió el Papado con Novaciano, aunque éste fue declarado más tarde Antipapa. Este período en el que el poder terrenal del Papado estuvo ausente, fue de tres meses aproximadamente.

El 16 de enero del año 304 murió S. Marcelino y la sede estuvo huérfana tres años y medio o tal vez más, pues su “sucesor” San Marcelo I pudo ser nombrado un 27 de mayo del año 307, 308 o tal vez en el 309.

Bonifacio II fue nombrado el 17 de septiembre del año 530 y murió el 17 de octubre del 532, pero no tuvo “sucesor” hasta el 2 de enero del 533, es decir, dos meses y quince días durante los cuales la cabeza visible de la Iglesia Católica no existió.

Vigilio murió el 7 de junio de año 555; su sucesor  Pelagio I fue nombrado el 16 de abril del 556, esto es, diez meses después.

 Juan III (Papa 61 de lista) falleció el 13 de julio del 574; Benedicto I, “su sucesor”, fue nombrado el 2 de junio del 575. Alrededor de un año estuvo vacante (huérfana) la sede romana.

 Desde Sabiniano fallecido el 22 de febrero del 606 hasta el 19 de febrero del año siguiente en que fue consagrado Bonifacio III, la Iglesia Católica estuvo acéfala; un año, al menos, careció de su cabeza visible.

Para algunos autores, independientemente de los indicados anteriormente, este último fue el primer Papa. De Sabiniano la Historia dice que fue un “miserable aprovechado que en los momentos más sombríos de una época de escasez vendió a los hambrientos el trigo de la Iglesia a precios de usura; el pueblo indignado no le perdonaría nunca; al morir no se pudo impedir que la turba ultrajara su cadáver.”

 Al morir Bonifacio III el 12 de noviembre del año 607 le sucedió en el cargo Bonifacio IV el 15 de agosto del 608. Nueve meses largos permaneció sin cabeza la Iglesia Católico- Romana.

Otro intervalo de cinco meses transcurrió entre la muerte de Bonifacio IV y la elección de S. Adeodato, nº. 68 de la lista.

Al morir este último el 8 de noviembre del 618 le “sucedió” Bonifacio V pero su nombramiento se retrasó 1 año, cuatro meses y 12 días. ¿En qué circunstancias se mantuvo la Institución durante este intervalo vacío de poder, al carecer el “sucesor” del nombramiento legal?

Honorio I, famoso por las implicaciones que su nombramiento tuvo trece siglos después de su muerte en el tan debatido y polémico caso de la infalibilidad, que la Iglesia Católica elevó al rango de dogma el 18 de julio de 1.870. Ningún papa ha desatado tantas pasiones, trece siglos después de su muerte, ninguno ha hecho verter más tinta y ninguno se ha visto mezclado más de lleno en un problema siempre delicado y difícil: la cuestión de la infalibilidad pontificia. Murió el 12 de octubre del año 638 y su “sucesor” Severino, fue nombrado el mismo día del fallecimiento del “sucedido”; pero tuvo que esperar un año y medio para ser consagrado.

Esta situación jurídica planteada en muchos casos anteriores a causa del cesaropapismo, al parecer la Iglesia romana no la ha considerado como motivo de entorpecimiento de la legitimidad (pese a la imposibilidad de ejercer el poder como tal, durante el intervalo existente entre el nombramiento y la consagración autorizada por el Emperador o monarca correspondiente)

 Pero en tales casos puede decirse sin reservas que la actuación en estas condiciones carecía del requisito legal necesario y, por consiguiente, cualquier acto representativo ejercido por el Papa se consideraba nulo de pleno derecho. ¿Podríamos considerar estos intervalos como de orfandad, dado que la supuesta cabeza rectora no era operativa?

Este es, entre otros, el caso de San Martín que habiendo sido nombrado Papa por un Sínodo celebrado en octubre del año 649, fue consagrado sin el previo consentimiento del Emperador Constante II, quién molesto, además, por otras causas, ordenó su apresamiento, destitución y condena de muerte. No obstante ésta fue conmutada más tarde, pero la Iglesia, con el pretexto de la renuncia de Martín I, que aceptó esta situación, y bajo las presiones del Emperador, nombró a otro sucesor  un año y tres meses antes de la muerte de aquél.

El 10 de enero del 681 murió Agatón, y S.León II le “sucede” como Papa en diciembre del mismo año. Fueron once meses durante los cuales la Iglesia Católica tuvo que esperar la autorización del nombramiento. Este Papa no solo confirmó la condena de Honorio I como Papa hereje, sino que decretó que en lo sucesivo cada uno de sus “sucesores”, al ocupar la “silla de Pedro”, la renovara expresamente.

 León II falleció en julio del 683 y Benedicto II que le “sucedió”, fue ratificado el 26 de julio del 684, es decir, un año durante el cual la Iglesia permaneció huérfana.

La Historia habla de lo insoportables que se hacían estas esperas, durante las cuales la Iglesia no podía contar con sus representantes, ya que éstos necesitaban la confirmación del Poder Civil para ejercer el cargo para el que habían sido destinados.

 ¿Cómo pueden calificarse estos períodos en los que la Iglesia pese a tener cabeza visible, ésta no podía ejercer? ¿Es que la cabeza visible no conectaba con la espiritual en tanto el Emperador no hubiese confirmado el nombramiento o elección? ¿No pueden calificarse estos períodos de orfandad ostensible?

Juan VII de nacionalidad griega fue consagrado el 1 de marzo del año 705 y falleció el 18 de octubre del 707. Le “sucedió” el sirio Sisinio ya anciano y muy enfermo pero fue consagrado, no obstante, el 15 de enero del 708. Su mandato duró apenas 20 días. El Papado no existió durante dos meses y veintisiete días, aunque a ese período habría que sumarle los veinte días del reinado de Sisinio, pues ni su avanzada edad ni la enfermedad que le llevó a la muerte le permitieron ejercer su actividad como Primado de la Iglesia. También habría que sumar los dos meses y diez días (lo que haría un total de cinco meses y veintisiete días de sede prácticamente vacante) en que tardó el nombramiento de Constantino I.

 Hay eslabones incomprensibles en esta cadena donde las interrupciones, unas más largas otras menos, se suceden como acabamos de exponer, creando períodos de orfandad claramente contradictorios con la promesa de Cristo.

 Por el Catolicismo Romano podrá alegarse que, tal como se expresa la Sagrada Escritura, esta asistencia permanente se refiere a la del Espíritu Santo; ¿Pero no es cierto que, desde el punto de vista católico, el Papa representa a la Iglesia Católico-Romana como Vicario de Cristo, según ella misma afirma desde 1.179, fecha en que así lo proclamó Inocencio III?.

 (Quizás sea oportuno resaltar que este título de Vicario de Cristo fue utilizado por primera vez por el Papa citado, Inocencio III, quién afirmaba que a Pedro le había sido confiada no solo la Iglesia sino todo el mundo).

 Al hacer comentario de este Papa, considerado por la Iglesia Católica como uno de los que más supieron engrandecerla, hemos de recordarlo, además de por las muchas decisiones que tan famoso le hicieron, por la del abuso que hizo de uno de los privilegios que se arrogaron los Papas, la excomunión, nacida ésta de la aplicación de las falsas Decretales isidorianas, y por tanto sin antecedente alguno en las Sagradas Escrituras.

 Pero para ello he de recurrir de nuevo a la espléndida pluma de José Grau, quien hace de ella la siguiente descripción:

 “Inocencio III obligó al rey Felipe Augusto de Francia a tomar de nuevo a su esposa Ingeburga, que había sido repudiada ya en tiempo del pontificado de Celestino III. Lo que este Papa no logró lo consiguió Inocencio poniendo en entredicho a todo el reino y amenazando con la excomunión al rey.

Excomunión y entredicho eran las dos grandes armas del Papado. La “excommunicatión” significaba que aquel que caía bajo su condenación era hecho un paria y un indeseable que había que expulsar de la sociedad. Nadie debía prestarle su ayuda, y no solamente se veía privado de toda protección legal, sino que, además, se le privaba de los sacramentos de la Iglesia.

Y como quiera que la vida eterna, según la creencia medieval, se obtenía solamente mediante la participación de los sacramentos, la persona excomulgada quedaba reducida a la desesperación.

La vida y la muerte tanto del rey como del siervo se hallaban completamente en manos de la Iglesia. El “interdictus” iba dirigido en contra de alguna región, ciudad o reino. Implicaba la suspensión de todos los ritos y sacramentos, con excepción del bautismo y la confesión.

El entredicho paralizaba prácticamente toda la vida de un pueblo, los palacios de justicia y gobierno eran cerrados, no se podía testar, y se prohibía la actuación de los oficiales públicos. Los entredichos eran como una maldición terrible lanzada sobre la tierra.

Inocencio III hizo buen uso de ambas armas, y sobretodo las empleó para llevar a cabo sus planes e intervenir en la política de los reinos de la cristiandad.

Pocos Papas excomulgaron a tantos príncipes y aplicaron el entredicho a tantos pueblos como Inocencio III.

Aunque no logró pacificar a Felipe Augusto de Francia con Juan sin Tierra de Inglaterra, halló ocasión para entrometerse en sus disputas y hacer valer la intervención teocrática de la Iglesia. Al principio, Felipe se opuso argumentando que se trataba de cuestiones temporales. Inocencio replicó que estaba en su derecho de intervenir por cuanto había pecados por en medio y esto entraba dentro de su jurisdicción.

Con esta clase de razonamientos, el Papa podía entrometerse en todas partes.

Como “Vicario de Cristo”, trataba de ser rey de reyes y señor de señores.”

 Creo que carece de sentido alargar esta relación con más casos que se pueden extraer de la lista de Papas (aunque solo nos refiriéramos a los más significativos). Diremos, no obstante que con los citados no hemos agotado todavía el primer milenio; nuestro propósito ha sido señalar períodos de ausencia de esa supuesta cabeza visible de la Iglesia Católica durante los cuales, “evidentemente se rompe esa continuidad, (¿?) que, de conformidad con la promesa de Cristo, ha de caracterizar a su Iglesia”.

Observaremos que esta estimación es aplicable incluso hasta para el último de los nombrados, pues si bien los espacios de tiempo se han reducido considerablemente al haberse hecho la Institución más independiente del Poder Civil, las “sucesiones” carecen de esa continuidad de asistencia permanente a la que nos hemos referido, al verse necesariamente afectadas por trámites burocráticos o protocolarios de los que una institución humana, cualquiera que sea, no puede prescindir.

Un caso flagrante de orfandad, del que nos hemos ocupado ya, pero que por su singularidad no podemos olvidarnos en este espacio, fue el conocido por Cisma de Occidente. Duró cerca de 40 años e intervinieron en él ocho máximos dignatarios de la Iglesia. ¿Podríamos decir con propiedad, que durante ese largo período la Iglesia estuvo representada por el “supuesto Vicario de Cristo?. ¿De qué manera era transferido el poder, si quien lo recibía al producirse el relevo ignoraba si su antecesor lo había ostentado legítimamente?

Otra cuestión, aparte de la estructura propia de esta defectuosa y oxidada cadena, llama poderosamente mi atención, y a mi modo de ver representa otro aspecto alejado del carácter espiritual dado por Cristo a su Iglesia.